
Llueve en Florencia, pero no importa. Ni me molesta a mí ni parece molestarle a nadie. Avanzo por la Via Calzaiuoli y llego hasta la Plaza del Duomo. En mi tercer día de clases ya me he dado cuenta de que, llegada a ese punto del trayecto, no tardaré ni diez minutos en alcanzar el número 12 de la Via Saint Egidio, donde se encuentra mi academia. Me sobra tiempo, lo cual es un privilegio, como lo es mi trayecto diario. Así que avanzo y retrocedo, me detengo y me entretengo en la lluvia, la lentitud y el lugar que estoy pisando.
Paso junto a la estatua de Filippo Brunelleschi. Ahí está, mirando hacia el cielo, imaginando una cúpula aún no construida, visualizando su proyecto, examinando su propio desafío. Cuentan que, durante el trabajoso proceso de construcción, Filippo subió muchas veces a poner él mismo los ladrillos, a colocarlos con sus propias manos. Supongo que era la mejor forma de enseñar a los trabajadores los secretos de la sujeción y el equilibrio de tan retadora estructura. Pero estoy convencida de que, al compartir con ellos los misterios de su técnica, compartía también su propia fe en sus objetivos.
Lo que voy a deciros ahora debería ser una obviedad pero temo que no lo es: no se puede transmitir amor por los libros sin amarlos; ni seducir a nuestros alumnos con el arte, sin estar impresionados por las obras que les mostramos; ni despertar su fascinación por el conocimiento, sin hacernos a nosotros mismos las preguntas que les proponemos. ¿En qué momento esto dejó de ser una obviedad? ¿Tal vez cuando perdimos la fe en la enseñanza de la Literatura, el Arte, la Filosofía?
Las piedras del conocimiento, tendremos que ponerlas con nuestras propias manos; tendremos que subir personalmente a la cúpula en construcción. Para cambiar el mundo, nos hará falta su perspectiva amplia, nueva, diferente.