Florencia. Día 2. Desde Fiésole

Imaginaos que una inquietante enfermedad, muy contagiosa, irrumpiese en vuestras vidas cotidianas. Que vuestra ciudad se apagase y languideciese, que los comerciantes cerrasen sus negocios y los industriales sus fábricas, que nadie saliese de sus casas, que cualquier síntoma de cualquier dolencia fuese un barrunto inquietante, que el silencio, el miedo y la sospecha campasen libremente por las calles vacías. 

¿Lo imagináis? Fijaos: no os pido que recordéis. Os pido que imaginéis. Porque si antes de la primavera de 2020 os hubiese descrito unas circunstancias así, habría sido necesario un ejercicio de imaginación para comprenderlas. Y no habríamos podido concebirlas sin recurrir a la Historia o a la Literatura. En cambio, acudiendo a estas, caemos en la cuenta de que ese escenario no era nuevo en el 2020 ni estaba inspirado por la fantasía. Era el de la maldición que asoló Europa en el siglo XIV. Era el de la peste negra. 

La enfermedad llegó a Florencia en el año 1348, casi al mismo tiempo que el hijo de un comerciante, joven amante de las letras que, tras la muerte de su padre, tuvo que hacerse cargo de sus bienes. Pero en realidad él no quería ser mercader como su padre. Quería ser escritor, como su amigo Petrarca. Se llamaba Giovanni y, cuando llegó a Florencia, quedó profundamente impresionado por el modo en que la peste había cambiado la vida en la hermosa ciudad que, de niño, él había conocido. Sobrecogido escribió: “En la egregia ciudad de Florencia, la más bella de las ciudades de Italia, llegó la mortífera pestilenza…”

Giovanni tenía pluma ágil, verbo popular e ingenioso, era maestro en la lengua de las gentes anónimas, de la vida real, y a la vez, sabía verter en ella su amplia cultura literaria, su profundo saber clásico. Con ese arte y bajo la fuerte impresión que las escenas de la peste le habían producido, concibió el impulso narrativo de la que sería su gran obra: diez jóvenes, huyendo de la ciudad apestada, se refugiarían en una villa campestre de Fiésole, en las afueras de Florencia. Allí, para alejar de sus corazones el miedo a la enfermedad y la muerte, se dedicarían a contar historias. Diez jóvenes. Diez historias cada uno. Cien relatos en total. Pero no serían relatos agoreros ni dogmáticos, como lo era ya la cotidianeidad transformada por la peste. Serían ingeniosos, eróticos, desternillantes, críticos, agudos. Relatos sobre el amor y la astucia, sobre la vida y la fortuna, que arrojarían una mirada sincera y honesta sobre el ser humano. Relatos que conformarían una de las grandes obras de nuestra cultura: el Decamerón, de Giovanni Boccaccio

Desde Fiésole, en la noche que cae sobre la Toscana, Florencia se ve como un mapa hecho con luminarias. Su imagen, en este entorno literario e histórico, es todo un símbolo: incluso en las peores circunstancias, siempre hay luces y rumbos. Quiero pensar que en el siglo XXI hemos aprendido algo sobre eso…

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