Día 6, y último día… o tal vez no. Lo cierto es que esperaba aterrizar esta noche en Jerez de la Frontera, pero un retraso del vuelo me llevó a perder la conexión con Madrid y… bueno, no entraré en detalles. El hecho es que ahora estoy en Helsinki. Es de suponer que mañana volveré a casa, pero no apostaré por nada. Y es que esta no es la primera incidencia de este viaje… ni la segunda. Pero no os hablaré de eso, porque son gajes del oficio de viajera y ni las maletas que deciden volar en otros vuelos, ni los resbalones que he tenido caminando sobre la nieve helada, ni mucho menos los retrasos en los vuelos me han impedido disfrutar de este viaje. Al contrario. Salir de la zona de confort, adentrarse en lo extraño, ese es el verdadero viaje.

No, evidentemente nunca imaginé un mar congelado. Pero sí soñé con las luces del Norte, leí sobre ellas, las busqué muchas veces. Claro… estoy hablando de las auroras boreales, que son caprichosas e imprevisibles. Y sin embargo yo tenía un presentimiento. El hielo de la playa de Nallikari había ejercido su magnetismo, y además los cielos de aquí dicen cosas: hablan con sus luces misteriosas, con sus rojísimos atardeceres, con su brillo cuando despejan tras las nevadas. Hablan. Así que volví a Nallikari. Y entonces a -16º cuando el cielo se despejó después de una nevada, vi el espectáculo de las luces del norte. Silenciosas y frías, distantes, indiferentes a mi fascinación.
Desde el Sur hasta el Norte de Europa, el recorrido es largo, el viaje a veces es difícil. La fascinación y el extrañamiento no son siempre experiencias fáciles de vivir: te sientes lejos de todo lo tuyo, estos no son tus bosques, este no es tu mar, esta no es tu forma de vida. Pero en eso radica el valor de la experiencia. Porque el verdadero sentido del viaje no está en la meta ni en los objetivos. Está en el viaje en sí mismo. Lo mejor de los caminos no es alcanzar su final. Lo mejor es andarlos.