septiembre 2024

Si me hubieran dicho hace un año que iba a pasar parte de septiembre en Florencia, perfeccionando mi italiano, comiendo gelato casi a diario y explorando rincones toscanos dignos de postal, habría firmado sin pensarlo. Pero no solo fue un viaje de placer —aunque placer no faltó— sino una experiencia Erasmus inolvidable en todos los sentidos.
Durante esta movilidad, participé en un curso de perfeccionamiento de la lengua italiana organizado por una escuela local. ¿Cómo lo conseguí? Horas intensas de clases (sí, también hay que estudiar) donde trabajamos gramática, vocabulario, comprensión oral y escrita… ¡y hasta cultura italiana en su versión más auténtica! Las clases no eran solo teoría: se notaba que estaban diseñadas para que realmente usáramos el idioma en situaciones reales, y eso hizo marcó la diferencia ya que pude interactuar con gente local y probar in situ todo mi aprendizaje.

Una de las cosas que más me gustó fue la mezcla de nacionalidades en clase. Compartí pupitre (y muchas risas) con personas de países que ni siquiera había visitado antes, lo que convirtió cada pausa para el café en una pequeña clase de geografía multicultural. Cada quien con su acento particular al hablar italiano, pero con las mismas ganas de aprender y sumergirse en la experiencia.
La escuela también organizó excursiones que nos permitieron conocer no solo Florencia —que ya de por sí es un museo al aire libre— sino también otros pueblos cercanos con ese encanto toscano que parece sacado de una película: calles empedradas, viñedos, iglesias pequeñas con siglos de historia… y cómo no, buena comida en cada esquina y que no falte un buen café…

Pero si tengo que destacar algo, es la relación tan cercana con el profesorado. No era la típica clase distante: aquí los profesores estaban súper involucrados, accesibles, y siempre dispuestos a echarnos una mano, ya fuera para entender una expresión idiomática, recomendarnos un restaurante o contarnos alguna curiosidad local.
Esta experiencia me enseñó mucho más que italiano. Me enseñó a perderme por las calles de Florecia sin rumbo y encontrar siempre algo nuevo, a saborear los pequeños momentos (y los grandes platos de pasta), y a ver el aprendizaje como una aventura compartida. Volví con la maleta un poco más pesada —gracias a los souvenirs y al chianti— pero sobre todo con la cabeza y el corazón llenos de recuerdos.

¿Repetiría? Sin pensarlo. Y ahora… ¡A enseñar lo aprendido!

